miércoles, 1 de abril de 2009

Colinas plateadas

En la puerta de la Ermita de San Baudelio, en medio de las tierras de Soria, recuerdo ahora los versos de Machado en boca del que había sido mi maestro en Salamanca. ¡Colinas plateadas, grises alcores, cárdenas roquedas! El visitante, perplejo en su sorpresa, las recoge para fijar a la memoria lo que entonces percibió. Mucho antes, los del noventa y ocho rozaban la perfección al describirla. Pero lo más sorprendente se encontraba en el interior de aquel monótono edificio. Plantada en medio de la nave aparece una gruesa columna que se alza hacia el techo salpicada de pequeños puntos borrosos. En su parte superior nacen ocho arcos de medio punto desplegados de manera simétrica a modo de rosa de los vientos. La inusual y apenas visible decoración que aún mantienen no sirve para alejar la imagen de un árbol milenario que cual palmera en medio del oasis cubre al visitante de sorpresa.


El viajero percibe que sobre ella se abre un nuevo espacio a modo de linterna de leves arcadas entre las que parece desprenderse algún reflejo. Ya en el suelo, al fondo, un conjunto de pequeñas columnatas remeda la idea de una Mezquita, y sobre ella un Coro al que se accede por una estrecha escalera plantada en el lateral. Y todo esto existe desde el primer milenio. Y también una covachuela donde se refugiaba algún eremita y en la que aún permanece vivo su manantial. Más tarde, al recorrer aquellos lares aparecen Iglesias semiderruidas con ábsides impolutos, generadores eólicos plantados junto a atalayas islámicas, fortalezas fronterizas, buitres en las roquedas, cañadas de trashumancia, pueblos semidesiertos y amurallados, escudos señoriales borrados, símbolos en dinteles de conversos, judíos, mozárabes y cristianos eran aún sus señas de identidad. Era parte de la Soria pura cabeza de Extremadura que nunca atinó a comprender. Una más de tantas extremaduras, que como advertía nuestro guía pueblan la península.

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