miércoles, 4 de marzo de 2009

Brea, cuero, galletas y calabrote

Diego Benítez Rangel, nuestro guía en la nao Victoria, afirma que tenía pocos conocimientos de navegación antes de embarcarse en este proyecto, y es que aunque un experto en veleros quisiera tripularlo, sólo llega a conocer el barco el que navega en él, porque se maneja aún con los métodos de hace quinientos años. Menos mal, señalaba aliviado que al menos no se emplea la brea para conservarlo. Era ese el compuesto mezcla de brea, pez, sebo y aceite que se usaba para calafatear e impermeabilizar los barcos y que daba el característico color negro a aquellas naves y olor indefinido a sus navegantes. A más, en la travesía del pacífico, la falta de vituallas llevó a cocer los cueros del barco como aderezo y alimento en alguna de las sopas imposibles de calabrote para salvar la existencia de la tripulación. Sobre ello, en los diarios, al parecer hay precisas indicaciones gatronómicas, en especial sobre cómo proceder al ablandamiento debido de tan preciado manjar. No parece estar muy lejos de aquella escena de La quimera del oro en la que Chaplin cocina y degusta una exquisita bota repleta de molestos clavos. Suponemos que aquella disgresión e ingenua confianza fue la que llevó a parte de la tripulación a sufrir la carencia letárgica de nutrientes que acabó entre otras patologías con una epidemia de escorbuto. El principal alimento de aquella Marina se basaba tal como narra alguna de las crónicas de época en una ración de «media libra de harina que sin cernir hacían unas tortillas amasadas con agua del mar y asadas en las brasas, con medio cuartillo de agua (...) Andaban los enfermos con la rabia pidiendo una sola gota, mostrando la lengua con el dedo, como el rico avariento á Lázaro...»

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